princesa



Sus manos frías, llenas de muerte, recorrían cada espacio en la apretada sala. Todo estaba oscuro, frío, sin vida.
Ni si quiera ella podía escuchar el latido de su corazón, el crujir de sus huesos al realizar movimientos de serpiente sobre el frío mármol gris.
Sus ojos miraban impotentes como todo lo que tenía desaparecía, como su alma se derretía gota a gota, y sus manos se quebraban bajo el llanto amargo del atardecer, un atardecer que nunca verá.
Una lágrima rozó su rostro, impensable, y mojó su rojiza mejilla. Había llorado demasiado, no le quedaban lágrimas en el mar que pudieran escurrir sus dulces ojos negros.
Había perdido cada una de las cosas que tenía en un único segundo.
Impotente, dejó caer la lágrima por su rostro, desde el cobijo de sus pestañas al infierno de su piel.
Se encogió en un amargo lamento, aunque nadie pudo verla, estaba encerrada, estaba cohibida.
Su vestido de dulces colores ya no destelleaba como una estrella de diamante bajo el cuello de una dama. Sus manos ya no brillaban con la luz de la esmeralda que había llevado siempre consigo.
La oscuridad había llegado, no había rastro de esperanza.
Sentía la impotencia de la espera en cada uno de sus cabellos que, sumidos en un encanto eterno, flotaban sobre el oscuro ambiente, rozando el rostro sin vida de la mujer como tantas veces había hecho el dueño de su alma.
Con la eternidad en un puño, pronunció la palabra que le había traído por el camino de la desgracia, que con cada paso había renunciado, añorando el momento de su regreso.
Amor.
Quizás fuese su pronunciación, digna de una princesa como ella, quizás los sentimientos con los que la gritaba, la imploraba, la invocaba. Pero por un momento, los cimientos de aquel muro se quebraron, dejando paso a la inútil esperanza.
Cuando se lucha contra el tiempo tienes todo perdido.
Y ella tenía la eternidad en su cetro, y el dolor en su tiara.
Sus pasos, pequeños, elegantes, como un cisne que camina por última vez, la llevaron a una esquina del pequeño escondrijo que sería su morada eterna.
No había calor, tampoco frío.
Ya nada podía sentir, sólo aquel sentimiento que la ahogaba, que impedía que la sangre llegase a su corazón, porque ya no la pertenecía a ella, sino a él.
Su alma no latía bajo su hermosura, gélida como el hielo, impasible como una estatua.
Enamorada como nunca.
La princesa del recuerdo había llegado a su mente, y aún podía pensar en aquellos días
felices, en los que podía atrapar con su dulce mano toda la alegría del universo y concentrarla en su sonrisa.
Como centellas brillantes su sonrisa iluminó el recinto.
La sonrisa de la muerte más dolorosa, la muerte por amor.
Con los ojos cerrados, comenzó a bailar como aquellos alegres días en el salón imperial, acompañada de todos sus amigos, y de aquel extraño ser que ahora le había abandonado, un ser llamado esperanza.
Bailaba solitaria, pues su único compañero era la soledad, ni la tristeza era capaz de seguir sus pasos.
Bailaba sóla, la danza de la muerte.
Relató con sus zapatos dorados de aquellos regalos de la corte cómo había conocido al amor, y cómo lo había perdido.
Contó en silencio cómo la compañía había dejado paso a la distancia, por aquella putrefacta guerra que ella misma había ordenado.
Comenzó a recordar, con la eternidad de la muerte a su espalda, espiándola insaciable, añorando verter sus gélidas manos sobre el intacto cuerpo de la princesa.
Había partido para siempre, y jurando regresar para volver a besar los dulces labios de su princesa, su marido había abandonado el palacio en pos de una guerra maldita, una batalla que sería recordada por siempre en el corazón de todos los habitantes del reino, gobernados por aquella mujer.
Ahí, en la torre más alta del palacio más hermoso, en el reino que jamás olvidará su nombre y su tristeza, había pasado toda su vida, admirando cada mañana el amanecer, soñando cómo regresaría su guerrero de la muerte para volver a rememorar juntos aquel ayer.
Pero pasaban los días y nunca llegaba.
Tomó un pañuelo y se secó su dulce rostro, aquellos recuerdos la aturdían, eran tan lejanos pero a la vez se sentían tan cerca... Eran recuerdos de un ayer perdido.
Los cristales de un espejo quebraron el silencio, pero la princesa no se inmutó.
Nada podía cambiar su gélido rostro, congelado por la muerte, caminando sobre su panteón.
Nada salvo él.
Siguió recordando cómo había tomado las riendas de su humilde caballo negro, abandonando las cálidas paredes de su palacio para buscar a su marido que no regresaba de la batalla.
Había caminado sobre cuerpos mutilados, había visto criaturas de hermosas formas y había recorrido caminos impensables para una princesa como ella. Había cruzado ríos de amargura, bosques de soledad y montañas de pena.
Había cruzado medio país, el cual reinaba pero no conocía, y había visto con sus propios ojos como el hambre, del que había oído hablar cruzaba los rostros de los niños, y la muerte, su amiga, invocaba el recuerdo de tantas personas cada atardecer.
Pero un día llegó a su destino.
El mar se abría a su paso y no había más camino que recorrer. Allí era dónde le aguardaba el amor, a los pies del mar de plata que había recorrido en sueños abrazada por su amor. Pero algo había cambiado en el ambiente.
En sus sueños, las olas bañaban hermosas playas, donde las mujeres fundían sus labios al amor del caballero soñado. Recordó cómo la pureza, la bondad, se apoderaba del alma de todos los visitantes, la esperanza que a ella le faltaba. Sin embargo, lo que observó no fue lo esperado.
Antes todo era esperanza, ahora no había nada vivo.
Cientos de cadáveres que se tocaban mutuamente lloraban en el suelo que les vió nacer. Niños, hombres, ancianos, pero ninguna mujer.
¿Qué había ocurrido? Se preguntó la princesa, aunque en el fondo lo conocía.
Sus tropas habían perdido aquella guerra meses atrás, y las noticias no habían llegado por el miedo a sus replesalias.
Todo era tristeza y agonía para la princesa.
En aquel momento, su alma se marchó para jamás volver.
En aquel momento, cuando vió entre los escombros el cuerpo sin vida de su marido, el futuro rey del reino, el para siempre gobernador de sus sentimientos.
El dolor era tan fuerte que ninguna lágrima se atrevía a atravesar el abismo de sus ojos, que habían perdido su brillo para nunca volver.
Sus pies caminaron hacia el mar de lágrimas vertidas por los familiares de aquellas cuerpos perdidos para siempre.
El mar junto al cual habían luchado estaba lleno de su sangre, de sus armas, de su vida.
La princesa, tomó una caracola del suelo y la llevó junto a su corazón.
- Prométeme que jamás podrás olvidarme.
Una lágrima atrevió verter de sus ojos para fluir sobre su frío rostro, esculpido por una mano divina sobre la roca más hermosa.
Ya no sentía, había perdido toda la esperanza. Entonces, como la brisa que mecía sus cabellos, escuchó una voz.
Era la voz de mil ángeles, brillando cual estrella sobre el cielo gris de su alma.
El mar del recuerdo, entre sus olas, silbó la respuesta al viento.
- El recuerdo es dolor, mi princesa, y nada mata más que la añoranza.
La princesa giró su vestido, haciéndo girar los doce cascabeles que había cosido a su vestido, uno por cada mes que había pasado junto a su marido.
Uno por cada una de las trompetas que sonaron en su nombre a la partida.
Uno por cada palabra hermosa que nunca se atrevió a decir.
- Ningún rostro podrá borrar el tuyo, ninguna sonrisa apagar la tuya. Jamás persona podrá destruir mi recuerdo, mi señor. No me olvides.
La princesa, conmovida por sus propias palabras, meció sus ojos cual cuna del hijo que jamás nacería.
Sus dedos, como las olas del mar del recuerdo, acariciaban aquella caracola que, prendida en su corazón, se resentía en lágrimas de sangre, dolor y desesperación.
Recordó sin demora aquellos días perdidos, demasiado lejanos para pensar en ello, mas aún supo que el espíritu de su amado señor, el recuerdo de aquel hombre, habitaría en su alma y en su corazón hasta el fin de los tiempos.
El viento susurró la respuesta, moviendo la dulce arena que, llena de cristales verdes, pisaban los zapatos dorados de la princesa.
- Estarás acompañada toda tu vida por personas que te aman.
- Ninguna serás tú- respondió la princesa, volviendo sus dulces ojos negros al horizonte del destino.
Las olas del mar rugieron violentas por la respuesta de la hermosa mujer que, vestida de gala, había recorrido el reino que gobernaba en pos del amor como único guía.
Uno de los doce cascabeles se desprendió de su costura, vibrando con suavidad al rozar la playa que contempló la muerte del más honorable hombre que jamás abrazase a la princesa.
La mujer, fría, escuchó el tintineo como una muerte, sintiendo que mil puñales se clavaban en su piel, traspasando su corazón y arrebatándole la vida.
Sin embargo persisitió.
El dolor podría quitarle la vida, pero jamás mancillaría su amor.
- Jamás volverás a verme, a abrazarme. Por mucho que me esperes, no podrás rozar mis labios con los tuyos, ni susurrarme al oído las palabras que jamás digiste- susurró lentamente la espuma de las olas que llegaban a los pies de la mujer.
- Toda la eternidad merece ser esperada si a su final podré estar contigo
El lamento de cien hombres resonó en el mar, en la playa, en el alma de la princesa que, postrada en el recuerdo, añoraba aquellos días felices junto a su marido, días que jamás volverían.
Sintió un dolor en su pecho, y la sangre bañó sus senos.
La caracola se rompió en sus manos, creando un torrente que, como las lágrimas que jamás vertería, inundaron los hermosos vestidos de la mujer.
Un nuevo cascabel se desprendió del vestido, a la par que la esperanza dejaba de anidar en su alma como el ave que alimenta a sus crías.
Sintió la inmediata muerte, aunque no la causó dolor alguno.
Más daño hacen las palabras que los actos.
La hermosura de la mujer jamás rozada por obscenos sentimientos se quebró como un cristal tras la dureza de sus propias palabras. El mar rugió por última vez, tiñendo sus aguas de la sangre que vertía su cuerpo, al igual que su alma, sobre las olas que se llevaron el cuerpo de su marido.
Sabía que nunca volvería, que jamás volvería a escucharle, y el dolor se apoderaba de ella como su más temido enemigo.
La muerte se materializaba sobre ella, y el mar jamás regresaría, portando la voz del hombre al que tanto amó y amará aquella mujer.
En un último, la mujer se postró de rodillas, tocando con sus hermosos ropajes las arenas de aquella playa. Infeliz, rememoró aquel instante en el cual su marido narró que, aun contando cada uno de los granos de arena de un hermoso desierto, aquellos cubiertos de magia y esperanza, podría hallar la respuesta de cuánto podría amarla.
El tercer cascabel se libró de su atadura, como un peso que arrancaba la vida de la mujer sin alma, y fue seguido del resto.
Sabiendo que la muerte abrazaría su cuerpo, alzó la cara, cubriéndose de luz, lo último que, quizás, pudiese ver en vida.
Y la princesa susurró.
- Si cruzas mis miedos, si tocas mi alma y bailas con mi corazón. Si consigues que derrame una lágrima por tu voz, si besas mis labios, si consigues mi perdón, comprenderás que estoy sóla. No me abandones, mi luz. Vuelve conmigo.
El mar lanzó una bocanada de aire puro, fresco, el último para la princesa, que murió a los pies de su marido, cubierta de pena bajo el manto de estrellas.
Quien encontró el cuerpo, lloró lágrimas de sangre y de dolor por la tristeza de la mujer, cubierta de los doce cascabeles que un día cosió, uno por cada tiempo sin estar con el dueño de su alma.
El alma de la mujer descansó por siempre en su lugar idóneo, aunque su espíritu anhelaba el regreso de su amor.
Fue cubierta de honores, llorada por todos, recordada por ninguno. Pero su esencia no pudo olvidar todo lo sucedido aquel día, a las puertas de la muerte, con el alma de su marido sururrándole el temor.
Y desde entonces baila en su panteón, solitaria por la distancia con su marido, que fue olvidado bajo las olas del mar que fue su última voz.
Bailará las canciones olvidadas, sola en su tumba, en su encierro. Rememorará cada uno de los instantes que brillarán en su alma como el espectro que jamás volverá a recordarla.
Y así, hasta que se acabe la eternidad, seguirá esperando, hasta que consiga ver sus ojos enamorados otra vez.
Hasta entonces, sólo puede recordar las palabras que el mar la devolvió, en la última brisa que llegó a rozar su pelo.
"Te quiero"


más recuerdos de almacén. lo que uno puede encontrar en mi cajón es increíble
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2 estrellas fugaces:

Saru dijo...

Otra estrellita más ^^ por fin lo tengooo, espero que te guste mi plantilla (H) jaja

Anónimo dijo...

Es tan largo, mañana lo leo entero

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