Dos cincuenta y siete

2 estrellas fugaces

De Valdesaguas a San Quintín su nombre todos sabían. La llamaban Madamme Butterfly, cuando sólo era una vieja castañera, todos querían su consejo, ya que decían que nadie como ella conocía mejor el mundo. Algunos la pintaban santificada, otros dibujaban tridentes, mas, Satán o San Tadeo tampoco fue diferente a su manera de ver. Cuando llegué no respondió a saludos, seguía agitando las cenizas, como si la vida se fraguase en aquella pequeña llama que chisporroteaba calentando las castañas.
- ¿Qué quieres saber? - preguntó bruscamente, sin tiempo para atender a protocolos.
- El amor. ¿Moriré solo?
Agarró un candelero y acercándolo a las llamas lo prendió.
- Sujétalo - me dijo, casi con reproche -. ¿Das sombra?
Asentí con la cabeza, confuso.
- Sólo los vivos dan sombra. Y saber que lo estás es un buen comienzo para empezar a vivir. Twitter icon

Hormigas

0 estrellas fugaces

Si se trata de olvidar
me olvidaste y he olvidado
¿Para qué sirve soñar
si jamás serás soñado?
Si se trata de soñar
esta noche te he soñado
¿Para qué sirve bailar
si contigo no he bailado?
Si se trata de bailar
este vals ya se ha bailado
¿Para qué te sirve amar
si jamás serás amado?
Twitter icon

familia de acróbatas con mono

1 estrellas fugaces

Payaso que en vez de reír
hace llorar a los críos,
vestido de cien zurcidos
que en su carpa ven venir
a los pocos desvividos
que les queda por vivir
perdiendo la vida del todo,
comiendo en la mesa del mono
sin nada más que decir,
como un loco desvalido.
Príncipes vendrán a salvarte
y tú no podrás escaparte
si no dejas de creer
en tu sueño anochecer
viviendo sin vivir del arte.
Otros vendrán sin dinero
se comerán el mundo entero
y tú ni lo catarás
pues nunca aceptarás
quedarte sin la mejor parte.
Somos payasos botarates
sentados con un primate
pintado por un Picasso
lejano de aquel ocaso
que se nos viene peor.
Somos suplentes de escena
esperando en la barrera
a que empiece la función,
dejándonos el corazón
bajo una capa de cera.
Toma el timón, no el freno,
sé valiente, compañero
y escribe tu propio guión,
basta de tanto altruísmo,
que aunque lo hagas peor
mejor hacerlo tú mismo
a ser un simple peón,
una rueda de carreta,
creyéndote ser Sansón
y sólo ser su marioneta
Twitter icon

Le Cafe Dadais.

0 estrellas fugaces

Suena Les jours tristes.
El movimiento de una hoja de otoño nos deja frente la cafetería. Le Cafe Dadais. Letras doradas sobre fondo rojo. Algo viejo, como sacado de una película de los cincuenta. Nos acercamos tras el cristal y vemos el reloj de pared. Las ocho de la mañana.
Le Cafe Dadais abre a las ocho de la mañana. Café y bollo, zumo de naranja, tostadas.
El primero en llegar es Greg. Dos vueltas a la llave, silba una canción de un anuncio de televisión mientras comienza a colocar las sillas poner en marcha todo. Tras él, Silvia, española morena. Saluda y sonríe bajo las ojeras, se coloca el delantal y a la par que limpia la barra se prepara un café a escondidas.
Poco a poco todo despierta. Alguién se sienta en la mesa más cercana a la ventana. Ya sabe, de esos tipos con sombrero y gafas que siempre llevan un periódico en la mano. No tiene prisa, no tiene reloj. Silvia se le acerca, con una libreta y bolígrafo, más usado para dibujar su nombre y el de su novio de turno que para tomar pedido. Él habla; café con hielo. No tarda mucho en llevárselo, mientras Greg sale a echarse el primer cigarro del día.
El hombre bebe rápido, y pronto se marcha, dejando una moneda de esas doradas de propina. El reloj da las nueve, y Silvia se sienta tranquilamente a pensar en sus cosas.
Sólo son cinco minutos, pronto empieza a llegar la gente. Silvia busca con la mirada, emocionada, pero no encuentra a aquel rostro conocido. Un par de desayunos más tarde, sus ojos se iluminan al otro lado de la barra.
Un joven con gabardina, pelo castaño, raya a un lado y bien peinado con fijador. Fino bigote sobre el labio y una mueca nerviosa. De nombre, Mignonne.
Mira a todas partes, y sin embargo a ninguna. Se sienta en la barra nervioso, y busca un bolígrafo en su bolsillo.
Silvia le vigila desde el otro lado. No quiere acercarse, pero muere por hacerlo. Mignonne coge una servilleta y escribe algo rápido. Después, guardando su bolígrafo en la gabardina, se marcha echando una frágil mirada a Silvia y la puerta suena tras él.
Antes de que nadie puda tirar aquella improvisada nota, ella corre a recogerla. Una fina sonrisa se forma en sus labios y besa el papel tras leerlo.
Con lágrimas en sus ojos, busca tras la barra un pequeño cuaderno. Un cuaderno lleno de pedacitos de servilletas que Mignonne le había escrito. Vuela a la última de ellas y con mucho brío coloca la servilleta del día.
Y pronto se hace la hora de comer. Mucho trabajo, poco descanso. La tarde tampoco es tranquila. Y a las nueve y media cerraba Le Cafe Dadais.
La última en salir, como siempre, era Silvia. Recoge las mesas, las sillas, y apaga las luces. Dos vueltas a la llave, y sonríe al escuchar los pasos de un hombre.
Un joven con gabardina, Mignonne.
Él intenta hablar, pero ella le corta. Sonriendo, le muestra una servilleta.
El joven la mira, confuso. Finalmente la recoge y la abre.
Sonríe. Se besan.
La servilleta se cae, y vuela unos segundos por el aire. Finalmente, cae en un charco, junto a aquella hoja de otoño que nos había traído a este escenario.
Poco a poco nos acercamos a la servilleta, mientras se va empapando de agua. Finalmente, podemos leerla, y sólo pone dos palabras.
Sí, quiero.
La música se empieza a alejar.
Fundido a negro y títulos de crédito.
Fin. Twitter icon