Una treinta y cinco


Cuando Max se fue a la cama todo eran monstruos a su alrededor.
Y uno a uno, todos sus sueños se descolgaron, se desamarraron de sus pestañas para colarse en el eterno vacío de un cajón de calcetines. Max quería llorar, pero ya no sabía hacerlo. Quería olvidar pero no era sencillo.
Una vez fue rey. El rey de las cosas salvajes. Vestía piel de lobo y una sonrisa en los labios.
Ahora Max solo quiere dormir. Dormir y dormir hasta que se muera el sol.
Porque, a veces, no queda sitio en un bolsillo para tantas noches de invierno. Y a veces, solo a veces, piensa en escapar de nuevo.
Pero Max ha crecido, ya no tiene sitio en la isla, ya no cabe su cabeza en una capucha de lobo.
Y cierra los ojos, y sueña.
Entonces, los árboles que una vez rodearon su habitación, susurran a su oído una canción olvidada.
Y Max duerme. Y Max sueña.
Soñando poder soñar un sueño que nunca termine.
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