Le Cafe Dadais.


Suena Les jours tristes.
El movimiento de una hoja de otoño nos deja frente la cafetería. Le Cafe Dadais. Letras doradas sobre fondo rojo. Algo viejo, como sacado de una película de los cincuenta. Nos acercamos tras el cristal y vemos el reloj de pared. Las ocho de la mañana.
Le Cafe Dadais abre a las ocho de la mañana. Café y bollo, zumo de naranja, tostadas.
El primero en llegar es Greg. Dos vueltas a la llave, silba una canción de un anuncio de televisión mientras comienza a colocar las sillas poner en marcha todo. Tras él, Silvia, española morena. Saluda y sonríe bajo las ojeras, se coloca el delantal y a la par que limpia la barra se prepara un café a escondidas.
Poco a poco todo despierta. Alguién se sienta en la mesa más cercana a la ventana. Ya sabe, de esos tipos con sombrero y gafas que siempre llevan un periódico en la mano. No tiene prisa, no tiene reloj. Silvia se le acerca, con una libreta y bolígrafo, más usado para dibujar su nombre y el de su novio de turno que para tomar pedido. Él habla; café con hielo. No tarda mucho en llevárselo, mientras Greg sale a echarse el primer cigarro del día.
El hombre bebe rápido, y pronto se marcha, dejando una moneda de esas doradas de propina. El reloj da las nueve, y Silvia se sienta tranquilamente a pensar en sus cosas.
Sólo son cinco minutos, pronto empieza a llegar la gente. Silvia busca con la mirada, emocionada, pero no encuentra a aquel rostro conocido. Un par de desayunos más tarde, sus ojos se iluminan al otro lado de la barra.
Un joven con gabardina, pelo castaño, raya a un lado y bien peinado con fijador. Fino bigote sobre el labio y una mueca nerviosa. De nombre, Mignonne.
Mira a todas partes, y sin embargo a ninguna. Se sienta en la barra nervioso, y busca un bolígrafo en su bolsillo.
Silvia le vigila desde el otro lado. No quiere acercarse, pero muere por hacerlo. Mignonne coge una servilleta y escribe algo rápido. Después, guardando su bolígrafo en la gabardina, se marcha echando una frágil mirada a Silvia y la puerta suena tras él.
Antes de que nadie puda tirar aquella improvisada nota, ella corre a recogerla. Una fina sonrisa se forma en sus labios y besa el papel tras leerlo.
Con lágrimas en sus ojos, busca tras la barra un pequeño cuaderno. Un cuaderno lleno de pedacitos de servilletas que Mignonne le había escrito. Vuela a la última de ellas y con mucho brío coloca la servilleta del día.
Y pronto se hace la hora de comer. Mucho trabajo, poco descanso. La tarde tampoco es tranquila. Y a las nueve y media cerraba Le Cafe Dadais.
La última en salir, como siempre, era Silvia. Recoge las mesas, las sillas, y apaga las luces. Dos vueltas a la llave, y sonríe al escuchar los pasos de un hombre.
Un joven con gabardina, Mignonne.
Él intenta hablar, pero ella le corta. Sonriendo, le muestra una servilleta.
El joven la mira, confuso. Finalmente la recoge y la abre.
Sonríe. Se besan.
La servilleta se cae, y vuela unos segundos por el aire. Finalmente, cae en un charco, junto a aquella hoja de otoño que nos había traído a este escenario.
Poco a poco nos acercamos a la servilleta, mientras se va empapando de agua. Finalmente, podemos leerla, y sólo pone dos palabras.
Sí, quiero.
La música se empieza a alejar.
Fundido a negro y títulos de crédito.
Fin. Twitter icon

0 estrellas fugaces:

Publicar un comentario