Margareth I


Las gotas mojaban la ventana, mientras resonaban los pasos del perro en el piso de arriba. Hacía muy mal tiempo, pero a Margareth no le importaba. Sólo miraba las formas del humo de su cigarro alejarse hacia el techo, donde una pequeña araña descansaba sobre su tela.
Un cartel colgaba del pomo de la puerta, grisácea, con arañazos del paso del tiempo. Hacía ruido al cerrarse, y sus argollas estaban cubiertas de óxido. Ella se balanceaba sobre una mecedora que hace siglos era de primera mano, mientras observaba a través de la calada ventana el coche negro que estaba aparcando al otro lado de la acera.
Un hombre salió de él, con un paraguas tapándole la cabeza. Detrás, unos pequeños niños hacían volar sus vestidos blancos empapándose de la lluvia, mientras la madre de ellos, con un destacado sombrero florido, les pedía que no saltasen sobre los charcos.
Finalmente, mujer e hijos se escondieron en el porche, mientras el señor del paraguas decía unas últimas palabras a su chófer.
Ése era el momento.
Escuchó el portazo de los niños y sus correteos por la escalera mientras sacaba de su maletín el revólver y apuntaba desde la distancia a la cabeza del hombre del sombrero.
Esperó unos segundos y finalmente, apretó el gatillo.
Un golpe seco. Un fogonazo de luz.
Y despertó.
Margareth estaba temblando sobre la cama, sudada, cubierta de lágrimas mientras su corazón palpitaba a ritmo de Elvis Presley en sus buenos tiempos. El timbre empezó a sonar, una y otra vez, y finalmente abrió los ojos e intentó hacerse a la nueva luz.
Los barrotes de la celda parecían cada vez más grandes. Pero esa sería la última mañana que viviría allí. Por fin podría ser libre. Por fin podría volar.
En ese momento, el alcaide se acercó a su celda, y diciendo todo el protocolo abrió la celda. Margareth sólo escuchó las últimas palabras, y sonrió de felicidad.
- Silla eléctrica. Sala número cuatro. Twitter icon

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